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El miedo: detectando la preocupación y la angustia en la cara

El miedo: detectando la preocupación y la angustia en la cara

Estamos en casa, nos tumbamos en el sofá y encendemos el televisor. En la pantalla el presentador del programa, rodeado de contertulios, no deja de enfatizar realizando amplios gestos con las manos. Se está hablando sobre otro caso de corrupción política. Entonces el presentador da paso a un vídeo sobre las declaraciones de uno de los personajes imputados.

Se trata de una mujer siendo entrevistada en las escaleras de un edificio, rodeada por micrófonos y cámaras. Comenta que está tranquila y que le parece lógico y normal que el juez le pregunte sobre el asunto, pero que ella está muy tranquila. Sin embargo, ya sea por el cansancio o porque lleva lloviendo todo el día, nuestra capacidad atencional no está al cien por cien. Miramos el techo, miramos el televisor, miramos la pelota olvidada en el sofá por nuestro hijo, miramos nuestro interior pensado que necesitamos vacaciones inmediatamente…

La cuestión es que, con todos estos dilemas atencionales, volvemos la vista a la pantalla y, mientras nuestro personaje redunda en su estado de total tranquilidad y serenidad, vemos en su rostro algo que nos llama la atención. Los párpados se han abierto de manera considerable, se evidencia el acto de tragar saliva, a la vez que cierra la boca en un intento de contener algo, algo que en ese momento no sabemos qué es.

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Tenemos la sensación, en ese instante, de que la tranquilidad no es lo que su cara ha reflejado, pero no encontramos la palabra exacta que defina lo que hemos visto.


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La emoción que nos protege

Tal y como y se dijo en los primeros artículos sobre Comportamiento No Verbal, toda emoción tiene una función para los individuos y para la especie. Todas las emociones sirven para adaptarnos y sobrevivir en un medio lleno de amenazas y oportunidades.

El miedo no será menos, teniendo una función de protección muy clara y previsible, pues genera automáticamente respuestas encaminadas a reducir el peligro que percibimos en ese instante. Por ejemplo, si nuestra niña de 4 años se encuentra en lo alto de tobogán, llorando, sin saber cómo bajar, corremos inmediatamente a socorrerla. Su miedo le ha hecho llorar y pedir ayuda. El miedo que sentimos nosotros nos impulsa a socorrerla.

Imaginemos la situación contraria: nuestra hija sube al tobogán, no sabe cómo bajar pero le da igual. Así que decide lanzarse por la parte de las escaleras sin pasar por ellas. Además, viendo la escena, previendo que saltará al vacío, no nos preocupamos demasiado, quedando en silencio, sin avisar del peligro ni correr hacia ella para evitar la caída. Como ya se ha repetido varias veces en esta publicación, estar privados de emoción supone una gran desventaja para la supervivencia. En este caso, la ausencia de miedo por ambas partes desprotege a nuestra criatura.

Por el hecho de ser desagradable, el miedo genera el impulso y la motivación suficientes como para emprender una o varias acciones con tal de dejar de sentirlo. Así, nuestro organismo empieza a experimentar cambios que, además de incomodarnos, nos prepara para la acción.


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Por ejemplo, vamos conduciendo por un camino rural, sin asfaltar, cuando advertimos que nuestro teléfono móvil se ha quedado sin batería. En ese instante sentimos algo de intranquilidad, quizá algo de agitación. Más que nada, nos preocupa el hecho de habernos quedado sin GPS y no tenemos la seguridad de la ruta que hay que tomar. Para más inri, el piloto del nivel de combustible del coche nos avisa de que se está agotando. Son ya pasadas las 21h de una noche de invierno, no hay nadie a la vista, ni luz lejana que se pueda divisar y encima no hemos comido.

En semejante confabulación de la mala suerte, nuestro organismo emite señales: notamos palpitaciones en la cabeza, nuestra respiración se agita, estamos hipervigilantes, atentos a cualquier ruido del motor, el hambre desaparece, notamos cosquilleos en las piernas y apenas sentimos el volante en nuestras manos. Estamos asustados, tenemos miedo. Pensamientos catastrofistas se cuelan en nuestra mente: si se acaba la gasolina nos quedaremos en completa soledad en medio de un descampado solitario, o si viene alguien o algo a hacernos daño no tendremos escapatoria alguna.

Todo este cúmulo de acontecimientos y cambios se producen en nuestro organismo con el fin de tomar medidas y estrategias protectoras ante la posible amenaza. El miedo manera genera una alarma que nos obliga a centrarnos en la situación con el fin de protegernos.

Huir, pelear o paralizarse

Cuando sentimos la presencia de una amenaza, sea de la índole que sea, nuestro organismo tiene varias opciones defensivas. La primera, la intuitivamente más lógica, es la de escapar o huir del peligro. Así, en el caso de estar en la situación descrita más arriba, si por casualidad salimos del coche y vemos que nos va atacar un perro u otro animal, seguramente nos meteremos en el coche nuevamente de la forma más rápida posible. Pondremos el seguro, aunque los perros no puedan abrir la puerta, e intentaremos hacernos lo menos visibles que podamos. Incluso nos taparemos los oídos.


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Pero claro, el perro estaba a una distancia suficiente como para reaccionar de ese modo. Diferente sería si lo tuviésemos casi encima. En este caso, dos cosas nos quedarían por hacer: o bien peleamos contra el animal, golpeándole con lo que tuviésemos a mano, o bien nos quedaríamos paralizados.

De esta manera, llegamos al punto en el que nos conviene revisar cuáles son las posibles respuestas a la presencia de una amenaza mientras estamos experimentando el miedo:
• La huída o evitación
• La lucha o afrontamiento
• La paralización o bloqueo

Atendiendo al segundo sinónimo de cada tipo de comportamiento, estas opciones se pueden extrapolar a nuestro día a día, tanto en el trabajo como en la vida social.

Supongamos que debíamos entregar un informe a nuestra jefa de departamento y que no lo hemos podido empezar por cualquier motivo. Es viernes, sabemos que lo quería para ese día, y nos planteamos hacerlo el fin de semana en casa y entregarlo el lunes a primera hora. Aunque la idea es muy lógica, conocemos lo exigente, insistente y cuadriculada que es nuestra jefa, así que lo mejor es eliminar toda posibilidad de que lo recuerde o de que nos encontremos frente a ella. Por eso decidimos evitar el itinerario y los horarios de coincidencia con ella: alargamos reuniones, evitamos ir a la cafetería, o realizamos visitas innecesarias a otros departamentos de la empresa.

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Por el momento, dichas estrategias funcionan. Sin embargo, a falta de dos horas para acabar la jornada, el agotamiento por nuestra incansable huída hace mella y decidimos, como última estrategia, ir al váter. Así que cogemos nuestro teléfono móvil y lo ponemos en modo silencioso, nos sentamos en el retrete y comenzamos una partida de Candy Crush. Como precaución, para conseguir que nadie nos descubra, dejamos apagada la luz. Es un momento de reconfortante soledad, nuestro yo y el juego, el juego y nuestro yo.

A la media hora, nuestras piernas empiezan a dormirse y estamos hasta las narices de estar allí dentro. Decidimos avisar a nuestros colegas de trabajo de que no estamos bien, mencionando que tenemos algún problema estomacal y que ya nos veríamos el lunes.

Nos levantamos, notando una gran molestia en las piernas, pues están dormidas, así que empezamos a moverlas a fin de restablecer su correcto funcionamiento,  tiramos de la cadena y abrimos la puerta. En ese momento vemos, reflejado en el espejo del lavabo, el rostro de nuestra jefa. «This is the end, my only friend, the end”: suenan The Doors en nuestra cabeza. No hay escapatoria posible. Como un ratoncito frente al gato hambriento, entre la espada y la pared, es el fin.


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Experimentamos mucho miedo, pues sabemos cómo las gasta nuestra jefa cuando alguien no cumple sus órdenes. No podemos huir, la amenaza está encima, mirándonos fijamente.
En una situación como esta, dos opciones comportamentales tenemos. La primera es el afrontamiento activo. Por ejemplo, podemos saludar, decir que nos encontramos mal y que deseamos ir a casa antes de la hora de salida.

Contrariamente, otra opción es decir que el informe está casi acabado pero que hubo un problema a última hora y que el lunes lo tendrá a primera hora encima de su mesa. La segunda, algo más surrealista pero no descartable, es la de quedar inmóviles, apretando el pomo de la puerta, sin decir ni hacer nada (y eso que nuestra jefa nos está saludando y comentando que no nos ha visto durante todo el día), durante un minuto, para luego salir de los lavabos sin decir palabra alguna y marcharnos del trabajo como alma que persigue el diablo.

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¿Qué ha podido pasar para quedarnos en esa situación de bloqueo?

Para empezar, debemos ser conscientes de que en otras especies, el bloqueo, paralización o congelamiento, es una estrategia altamente eficaz y recurrente: la inmovilidad favorecería al organismo amenazado a pasar desapercibido para la amenaza, pues no genera señales que la identifiquen como posible presa. Es una respuesta defensiva altamente eficaz.

Por otra parte, la paralización también puede tener efectos nocivos si no es la necesaria en ese momento: el bombero que no reacciona, el médico que no es capaz de seguir operando, el socorrista que no puede bajar de la lancha de salvamento, la víctima que no ofrece resistencia, el hijo paralizado que presencia la violencia hacia su madre, la niña que no es capaz de responder en clase, etc., son ejemplos de cómo el miedo nos puede llegar a paralizar en situaciones poco oportunas.

En el ser humano, la respuesta defensiva de inmovilidad (freezing) tiene que ver con la intensidad del miedo, con la cercanía de la amenaza y con las posibilidades de escape y grado de control percibidos.


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Algo importante es diferenciar esta respuesta defensiva de la respuesta de orientación, que ante una novedad estimular (amenazante o no) nos paraliza momentáneamente para poder atender plenamente al estímulo, y con la evaluación del riesgo, proceso que aparece ante una potencial amenaza y que conlleva un análisis de la situación y de las alternativas posibles, generando movimientos lentos y cautelosos. El freezing ocurre delante de una amenaza real presente, sin posibilidad de escape, no hay análisis alguno (pues ya se ha realizado), paraliza completamente al organismo y se trata de una respuesta de defensa.

Lo que pasa en nuestro cerebro

Si nos acercásemos a mirar dentro de nuestro cerebro, cuando nos invade la emoción de miedo, la información amenazante que llega a nuestros sentidos va a ese centro de distribución informativa, el tálamo. De ahí, viajará hasta la amígdala, para poder seguir a un área conocida como SPGA o Sustancia Gris Periacueductal (pues rodea el acueducto de Silvio).

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En ese momento, la información puede llegar a diferentes partes de la SPGA.

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En concreto, si la información proveniente de los núcleos central y basal de la amígdala llega a la SPGA dorsolateral, nuestro corazón se dispara (taquicardia), se facilita la acción necesaria de los músculos y la estrategia defensiva resultante será la huída y/o la lucha. Sin embargo, si la información llegase a la SPGA ventrolateral, lo que pasará es que nuestro corazón ralentizará su actividad (bradicardia), se paralizarán nuestros movimientos y entraremos en ese estado de inhibición o congelamiento.

Alguien podría pensar que todo eso parece azaroso, pero recordemos que es fruto de la interpretación que realizamos de la amenaza que tenemos delante y de su contexto (distancia, posibilidad de escapatoria, grado de control percibido, experiencias pasadas, habilidades y recursos disponibles, etc.). Así, cuando nos hemos encontrado con nuestra jefa, después de estar evitándola toda la jornada, la interpretación final de la situación, de nuestros recursos y de nuestras opciones determinará a qué parte de la SPGA se enviarán los impulsos nerviosos, facilitándose un tipo de estrategia defensiva u otro.

Lo que pasa en nuestra cara

Así como con la emoción de miedo algo pasaba en el cerebro, algo pasa también en nuestro rostro. De hecho, una expresión de miedo se ve enseguida en la cara. Es algo que no nos pasa indiferente. Por ejemplo, cuando percibimos el miedo en la cara de alguien también nos alarmamos si la situación es ambigua o abrupta y, posiblemente, si la persona sale corriendo, también hagamos lo mismo. Sin embargo, si la situación no es ambigua y tenemos claro qué es lo que amenaza a aquella persona, mientras no nos perjudique, tenderemos a acercarnos para apaciguarla.

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Si nos fijamos en la fotografía de arriba, vemos tensión en la frente, ojos bien abiertos, comisuras labiales alargadas y contracción muscular en la zona del cuello. Esta sería la expresión típica y bastante completa de la emoción del miedo.

Por otra parte, lo que puede resultar más útil es reconocer la emoción sin contar con una fotografía tan clara. Esto es, que en la vida real, salvo en situaciones donde existe una amenaza física real muy evidente, las personas no somos tan transparentes respecto a nuestra emoción, entrando, de esta forma, en el ámbito de las microexpresiones o expresiones sutiles de miedo.

Retomando el caso con el que comenzó este artículo, personas avezadas al trato con las cámaras, a situaciones sociales comprometidas y a las relaciones institucionales, poseen un entrenamiento y control sobre su expresión facial. Están habituadas y cada día entrenan en dicho control. El resto de los mortales también disimulamos bien, o lo que podemos, nuestras expresiones emocionales, aunque no tengamos tanto adiestramiento.


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En el caso del miedo, en la vida cotidiana, aparece frecuentemente en forma de angustia o preocupación. Estar angustiados, preocupados o ansiosos es estar temerosos en cierto grado: esperando un diagnostico médico, al ver una pregunta de examen que no hemos preparado, no teniendo noticias de nuestro hijo o hija cuando ya hace rato que debería haber llegado a casa, antes de empezar una reunión en la que sabemos que vamos a recibir críticas destructivas, etc. En todo este tipo de situaciones, lo más probable es que se intente disimular lo que nuestra cara puede llegar a comunicar. Así, una sonrisa suele ser la estrategia más común, pues emitimos señales positivas cuando la situación que vivimos es negativa.

¿Dónde debemos mirar para detectar si una persona vive una emoción relacionada con el miedo, y la puede estar controlando? 
En primer lugar en las cejas y encima de ellas. Es muy común ver esa angustia en las arrugas que se forman en la frente. Como se puede observar en la fotografía, los pliegues que se forman son producto de la acción de subir las cejas y de bajarlas a la vez. Al igual que si intentamos extender y doblar el brazo al mismo tiempo (dándose temblor y tensión en el brazo por la acción de dos movimientos contrarios), en el caso de la frente, se generará tensión muscular en la zona, formando arrugas de estos dos movimientos antagónicos.

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Vamos a fijarnos bien en el siguiente vídeo. Quizás no se vean las arrugas de la frente, pero sí una extraña forma en las cejas, producto de esos movimientos contrarios de subir y bajar las cejas a la vez.

 

Otro lugar donde podemos ver el miedo es en los ojos. En concreto, si la apertura de los párpados es notable y de cierta duración deberemos plantearnos la posibilidad de la emoción relacionada con el miedo. Cuando veamos que los ojos de la persona, por un instante muestran deforma destacable la zona blanca de la parte superior, estaremos ante esa emoción. Es cierto que la sorpresa también requiere la apertura de los párpados superiores, pero su duración es menor y el resto de la cara está más relajado. Añadir que, si viésemos que el blanco de los ojos se muestra también en la parte inferior del ojo, nos hallaremos ante una emoción mucho más intensa.

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A veces, cuando conversamos con alguien, con el objetivo de comunicar que algo se ha complicado solemos alargar las comisuras labiales. Imaginemos que estamos en una cena romántica, en un restaurante, con velas y con un buen postre de chocolate. Estamos hablando, ajenos a todo nuestro lenguaje corporal y, sin darnos cuenta, estamos jugando con una de las velas que están en la mesa. La hemos apagado, tocamos la mecha, tocamos la vela, fabricamos una fina capa de cera con nuestra huella digital, etc. Todo esto sin ser demasiado conscientes, pues el tema que tratamos absorbe por completo nuestra atención. Seguimos jugando y, sin querer, rompemos la punta de la vela. Ante tal hecho, seguramente, miraremos a nuestra pareja  y encogeremos  lo hombros al mismo tiempo que alargaremos las comisuras labiales.

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Lo que comunicamos es que algo ha ido mal, que «la hemos liado parda. Pero en este caso, hablamos de un acto comunicativo intencionado y consciente.

Sin embargo, esta misma acción de la boca se da de manera automática en la expresión emocional del miedo.

A continuación se muestra un ejemplo de alargamiento de las comisuras labiales en forma de microexpresión de miedo. Fijaos en la boca, es fácilmente apreciable.

 

En cambio, en el siguiente vídeo no es tan fácil detectar dicha acción facial, pero también está presente, aunque de modo más sutil. El movimiento es muy leve en este caso, pero en la vida real, lo normal es verlas con más facilidad, pues suelen ser como en el ejemplo anterior. Además de esto, hay que decir que en este caso, la emoción de miedo tiene que ver con el acto de mentir.

 

Por último, otra acción facial que es producto del temor es la contracción de un músculo que tenemos entre la piel del cuello y la laringe: el platisma.

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Hasta el momento se han presentado acciones que se dan en la cara. Pero pensemos por un momento qué supone que pasa a nivel fisiológico en nuestro organismo. Cuando sentimos miedo, sabemos que nuestro cuerpo se prepara para la acción, la ejecutemos o no después. Uno de los acontecimientos, en este sentido, es que nuestras extremidades estén preparadas para la acción. Para ello, mayor cantidad de sangre deberá concentrarse en ellas, reduciéndose en zonas como la cara. Por eso, «quedarse blanca/o como la pared es otra señal de que la persona siente cierto grado de miedo.


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Para finalizar, recordemos que lo que debemos valorar a la hora de decidir si lo que hemos visto es una emoción o no, es atender al contexto y si se trata de un cambio con respecto a lo que estaba sucediendo antes, que no es algo habitual en la forma de comunicarse de la persona.

COPIB2 Francisco Campos Maya

Psicólogo y Experto en Comportamiento No Verbal y Detección de la Mentira.

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