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Compasión por la vulnerabilidad

Compasión por la vulnerabilidad

La persona fuerte, absolutamente independiente y autosuficiente, esa que la publicidad trata de vendernos como la persona ‘normal’ pero a la que, curiosamente, sólo lograremos parecernos tras consumir, hazaña imposible además de poco deseable, una gama interminable de productos, no existe.


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Lo cierto, lo que creemos saber de nosotros y nos parece observar en los demás es, más bien, que todos somos seres vulnerables. Y esa vulnerabilidad nuestra, ineludible, nos hace frágiles. Pero esa fragilidad que nos compone puede convertirse en nuestra debilidad o en nuestra fuerza. Sabernos frágiles nos libera de esa ficción de fortaleza inquebrantable para permitirnos reconocer nuestro lado vulnerable y necesitado, pero también para dejarnos descubrir nuestro lado generoso, capaz de dejarse afectar y atravesar por los demás.

«Esa fragilidad que nos compone puede convertirse en nuestra debilidad o en nuestra fuerza»

En general, la sociedad moderna ha desestimado el significado de la vulnerabilidad humana. El momento histórico en que vivimos intenta por todos los medios tecno-científicos a su disposición eliminar el sufrimiento, la anormalidad y la discapacidad en sus diversas formas, y ello con el objetivo de generar seres humanos perfectos, no de acuerdo a un ideal humanístico o religioso, sino según conveniencia política, económica y consumista.

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Raras veces se escucha algún discurso sobre la finitud y contingencia humanas, o sobre su sentido profundo e implicaciones para el anhelo de trascendencia que también caracteriza al ser humano y que es igualmente desestimado. Tampoco se distingue entre vulnerabilidad inherente a la condición humana en cuanto tal, que al ser asumida puede fructificar en sabiduría, y la vulnerabilidad debida a situaciones concretas de la vida de cada individuo o grupo, situaciones que plantean desigualdades injustas y que hay que contrarrestar con la solidaridad. No se reconocen los casos en que por irresponsabilidad o indiferencia se agrava el aspecto negativo de la vulnerabilidad. Sea como fuere, se descuida el valor antropológico y ético de la vulnerabilidad y, por consiguiente, la exigencia moral de responsabilidad, implicación y cuidado ante la misma.

«Todos somos débiles y dependemos constantemente unos de otros para vivir humanamente»

Pero la autosuficiencia no es propia de la vida humana, tal y como nos han enseñado las personas con diversidad funcional (término propuesto en 2005 desde el Foro de Vida Independiente para sustituir el concepto de discapacidad). Todos somos débiles y dependemos constantemente unos de otros para vivir humanamente. Esta constatación tiene sus implicaciones éticas puesto que la auténtica autonomía incluye la dependencia o, mejor dicho, la interdependencia. Es así́ como podemos recuperar la alianza y las coaliciones humanas más básicas, la idea de bien común y la ética del cuidado y la responsabilidad, así́ como una pedagogía capaz de revalorizar la condición universal de nuestra vulnerabilidad ontológica. Un reconocimiento de lo que nos constituye y nos define como seres humanos y que puede hacer posible otro tipo de proposiciones pedagógicas. No se trata, pues, de educar para la autonomía sino para el reconocimiento de la interdependencia, lo que tendrá́ consecuencias radicalmente diferentes en la constitución de los sujetos, las relaciones humanas y las políticas legisladoras.


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Desde aquí, no se parte de un proyecto cerrado de lo que debería o no debería ser la humanidad, sino de una revalorización de la debilidad, la vulnerabilidad, la dependencia o la fragilidad. Un reconocimiento de lo que nos constituye y nos define como seres humanos y que nos conduce a otro tipo de proposiciones, ahora en la esfera de lo que está más relacionado con el otro a partir del reconocimiento de la propia fragilidad. Así pues, lo relevante en esta cuestión es que la vulnerabilidad y la dependencia son características propias del ser humano, son lo que lo constituyen como tal.

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Pero esta ruptura con la autosuficiencia, este retorno a la precariedad y vulnerabilidad de lo humano, se dificulta especialmente por los esquemas normativos de inteligibilidad que se utilizan. Esquemas que estipulan, a priori, lo que es y no es humano, vidas mejores que otras; personas que se apartan por su precariedad e ´inutilidad productiva´. Son esquemas que tienen, entre otras cosas, una función de inmunización ante el dolor ajeno. Esquemas que bloquean la sensibilidad y la compasión (en su auténtico sentido etimológico).

En este sentido, la presencia del otro vulnerable nos recuerda nuestra vulnerabilidad estructural y, más aun, la presencia de alguien definido desde su situación de dependencia. ¿Cómo podemos ir al encuentro de la diferencia que cuestiona nuestras redes de inteligibilidad sin intentar anular el desafío que nos trae la diferencia?

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La respuesta se sitúa en la necesidad de aprender a vivir y abrazar la destrucción, la finitud y rearticulación de lo humano sin saber, a priori, cuál será la forma precisa que toma y tomará nuestra humanidad vulnerable.

«La respuesta se sitúa en la necesidad de aprender a vivir y abrazar la destrucción»

Esta respuesta supone un ejemplo práctico de interdependencia que apunta a la restitución de las vinculaciones humanas desde la experiencia. Y aquí hablamos de un repensar los vínculos y las alianzas más allá de su dimensión mercantil o utilitarista, sino desde el reconocimiento de la propia fragilidad y necesidad del otro. Una noción que nos acerca a una ética de la hospitalidad y que bien nos permite hacer este vínculo entre la autonomía y la responsabilidad con la persona. Es decir, la experiencia entendida como un acto de encuentro, reconocimiento y acogida del otro a partir del cual la moral es posible, y es que este otro también nos interpela, nos pide atención y respuesta y nos convoca a la responsabilidad, a hacernos cargo. Un hacernos cargo directamente vinculado al reconocimiento de una interdependencia mutua.

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Lo que nos insta a plantear la conveniencia de repensar la vida a partir de esta constatación: todos somos débiles y por tanto dependemos los unos de los otros para vivir humanamente. Sabernos vulnerables nos aproxima también al otro y a la interdependencia como realidad que construye relaciones. Señalamos humanamente porque nos parece que toca lo más esencial de esta cuestión; es decir, recuperar lo más humano de aquello que nos hace humanos: la necesidad del otro, el reconocimiento de ese otro, el compartir la interioridad, la sensibilidad y la compasión por el otro.

«Todos somos débiles y por tanto dependemos los unos de los otros para vivir humanamente»

En este modo de enfocar el tema, la vulnerabilidad se vuelve subversiva. No esconder la fragilidad sino darle un nuevo significado: elogiando la misma debilidad. Utilizar la experiencia de las personas con diversidad funcional para sensibilizar a todos. ¿Sensibilizar de qué? De la dimensión vulnerable del ser humano y su potencial cuidador. No se trata de dar testimonio desde la discapacidad reflexionando sobre la condición humana para revalorizar lo que hay de humano en las personas con diversidad funcional; sino de revalorizar o, mejor dicho, reinventar la misma condición humana desde la experiencia de la discapacidad, la vulnerabilidad y la dependencia. Se trata de algo muy diferente. No es una reconquista de lo humano enmascarada detrás de la discapacidad, sino de un enriquecimiento, un despertar de la condición humana, un desenmascaramiento de lo que se ha intentado elevar como ideal humano que, justamente, ha excluido lo más humano de lo humano: la diferencia, la dependencia, la corporeidad vulnerable (nuestra condición hermenéutica).


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Así podemos observar como las situaciones de dependencia están muy minusvaloradas por la sociedad; en este sentido nadie reflexiona que todos hemos sido bebés y que como tales vivimos en una situación de dependencia en la que la solución natural es la familia; posteriormente podemos decir que existe un paréntesis y aún más tarde, en la vejez, volvemos a vivir situaciones de dependencia. En este sentido, la gente que está en el poder se sitúa en dicho paréntesis y se olvida que ha sido dependiente y se olvida también que volverá a serlo. El tratamiento desde las políticas sociales se hace como si aquellos que escriben las leyes fueran ajenos a las mismas; esto es sistemático desde el punto de vista político y desde el punto de vista ideológico. Es decir, parece que esto sea para los otros de manera que siempre se construyen las soluciones para dichos otros.

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Por otro lado, la enfermedad como manifestación de la vulnerabilidad humana por excelencia, es una vivencia personal e intransferible de la reducción de la autonomía en la que se establecerá una relación tiránica del cuerpo sobre el yo. El enfermo puede vivir, por razones impuestas directa o indirectamente por su enfermedad, estados de pre-muerte, es decir, puede sucumbir a enclaustrarse o encapsularse en sí mismo, desconectando por completo del mundo y los seres que le rodean. Otros estados de pre-muerte para el enfermo pueden derivar de la jubilación, de la desafiliación y desarraigo familiar y, propiamente, de su naturaleza funcional y biológica al ver que poco a poco van menoscabándose sus capacidades mientras se vuelve más dependiente de los otros. Ya que, estamos en la época de las enfermedades crónicas, es decir, con los medios técnicos actuales conseguimos evitar en muchos casos la muerte de la persona, a cambio de una serie de discapacidades que se asocian a limitaciones en la autonomía y necesidad de cuidados.

» Ante la enfermedad la persona presentará necesidades más o menos evidentes en todas ellas»

Por eso hoy día la enfermedad tiende a producir una desestructuración que será global, es decir que en mayor o menor medida afectará a todas las dimensiones del individuo, así como también a la interacción con su entorno. Ante la enfermedad la persona presentará necesidades más o menos evidentes en todas ellas. Las necesidades físicas derivan de las graves limitaciones corporales y, sobre todo, del dolor físico. Las necesidades psíquicas pueden ser variadas: el paciente necesita sentirse seguro, apoyado emocionalmente, necesita confiar en el equipo de profesionales que le trata, tiene necesidad de ser considerado, etc. Las necesidades sociales también se presentan desde los inicios, ya que la enfermedad produce a quien la padece y a su familia unos gastos y no pocos desajustes familiares. Las necesidades espirituales se declaran en la crisis existencial, de significado y de trascendencia que padecen los enfermos.

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Es importante considerar que son momentos en los que la vulnerabilidad vuelca al enfermo hacia el valor de la vida y la estima de lo esencial en su biografía. Una enfermedad, en mayor o menor medida, pone el freno de mano a la vida. Es una oportunidad para entender qué es lo que es la propia vida. La enfermedad obliga a dejar de hacer las cosas que se hacían a diario y pasar a revisar la vida y entender qué es lo que se ha hecho con ella. Para desgranar el significado de la propia existencia. Para ver si se está viviendo en coherencia y cuál es la utilidad de la vida. Son momentos para reflexionar en qué punto se está, si realmente la vida la estamos viviendo. Hasta descubrir que la enfermedad forma parte de la vida, que también hay vida en la enfermedad y que lo realmente importante es seguir viviendo durante la misma; porque nunca vamos a conseguir salvar el cuerpo; nos seguiremos muriendo y seguiremos sufriendo: la vida es una enfermedad hereditaria, de transmisión sexual e incurable, que termina siempre con la muerte.

shutterstock_126153494Por ello, en la enfermedad no se trata de ser valientes, ni de luchar, ni de vencer. Porque donde hay valientes hay cobardes, donde hay vencedores hay vencidos, y donde alguien lucha alguien pierde. En la enfermedad se trata de seguir viviendo, se trata de amar y permitirse ser amado. De escuchar al corazón. De recuperar la esencia de la vida que se quedó distraída. De volver a sentir, de volver a vivir, de volver a abrazar, de volver a vibrar, de volver a ser humanos y trascender nuestra humanidad.

«En la enfermedad se trata de seguir viviendo, se trata de amar y permitirse ser amado»

Es cierto que todos, o casi todos, estamos mal preparados para afrontar un proceso de pérdida. Nuestra vanidad nos ha hecho olvidar que la vida gana cuando se aprende a perder, que crecer lleva implícito despedirse. La pérdida es inevitable en los diversos instantes vitales. En ocasiones hasta impredecible. A medida que vamos viviendo iremos perdiendo, experimentando la muerte como un acto de la propia vida. El resto siempre será circunstancial. La vida es cierta y en ella el morir es el proceso mismo de vivir. Desatender la muerte es no entender la vida.

«Desatender la muerte es no entender la vida»

Pero la enfermedad no es un bien que invocar, sino un mal que soportar; un mal que se puede transformar para incluso crecer en la enfermedad. Es más, como hemos señalado, se debe seguir viviendo durante la enfermedad.


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El imperativo ético para todos durante los procesos de enfermedad radica en la humanización de nuestras actuaciones. Y la compasión por el que sufre una pérdida es la radical manera de humanizar la vulnerabilidad en la enfermedad. Entenderemos aquí que el sufrimiento, el dolor por la pérdida de salud es un comportamiento natural que encuentra sentido en el apoyo del otro que «siente con» como señal de humanidad.

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Acompañar desde la compasión es difícil porque requiere la disposición interna de ir con los otros, allí donde se sienten débiles, vulnerables, solos y rotos. Pero esta no es nuestra respuesta espontánea al sufrimiento. Lo que más deseamos es apartar el sufrimiento huyendo de él o buscando una cura rápida. Como individuos ocupados, activos y relevantes queremos ganarnos el pan haciendo una contribución real. Esto quiere decir que lo primero y más importante es hacer algo que muestre que nuestra presencia realmente marca una diferencia. Y así ignoramos nuestro mayor don, que es la habilidad de entrar con compasión en el dolor de aquellos que sufren.

Por eso, en estos tiempos de organización desorientada, de tecnificación desvinculada, de sostenibilidad desordenada, de gestión deshumanizada y de ética desmoralizada nada debe quitarnos nuestra compasión por la vulnerabilidad humana.

Es la compasión la que nos permite pararnos al lado del sufrimiento, escucharlo y abrazarlo. Lo que nos facilita acercarnos a la persona porque nos reconocemos en ella; puede que directamente tengamos ocasión de ayudarla o puede que no, pero en todos los casos nuestro corazón se abre y acoge con ternura, calidez y amor al que padece.

«No se puede confundir sentir compasión con tener lástima»

Es necesario señalar que no se puede confundir sentir compasión con tener lástima. La compasión nos permite acercarnos a la persona porque nos reconocemos en ella, nos damos cuenta de que estaremos en semejantes circunstancias, que todos habitamos en la vulnerabilidad humana. La compasión nos hace más humanos, a quien la ofrece y a quien la recibe. Sentir lástima es diferente, es ponerte por encima del otro creyéndote superior, infantilizándolo de alguna manera porque te da pena; sentir lástima no dignifica a nadie.

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La compasión, pues, hace posible el surgimiento de una razón emotiva, imprescindible a la hora de reconocer la debilidad del otro. Quien carece de compasión no puede captar el sufrimiento de los otros; quien no tiene capacidad de indignación carece del órgano necesario para percibir las injusticias. Las emociones son las que nos permiten conectar con el sufrimiento de los otros, sin ellas no tendríamos noticia del ser vulnerable. La ceguera emocional produce ese analfabetismo emocional con el que la vida humana es inviable.


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Ya que, en definitiva, en las sociedades contemporáneas, postmodernas, avanzadas, llenas de lujos, objetos materiales y tecnología, sólo logramos resolver el sufrimiento con la humanidad de un abrazo, una lágrima o una sonrisa: la compasión por la vulnerabilidad.

¡Pongamos de moda la compasión por la vulnerabilidad!

Si te interesa este tema puedes asistir a la charla que Juan de Dios Serrano ofrecerá el próximo viernes en el Colegio de Médicos de Málaga. 

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img_4144 Juande Serrano

Psicoterapeuta Transpersonal en Experto en Parejas y duelo

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